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Por: Angela Cristina Villate

» La escritura podría revelar características propias de autómatas, como el abuso de clichés, la repetición de temas sin aportar nada nuevo y respuestas generadas mecánicamente, respuestas sin sorpresa, ocurrencia o lucidez. Estos patrones sugieren una comunicación vacía que podría indicar la renuncia deliberada al uso del lenguaje natural»

El 18 de junio se hizo viral en redes sociales la noticia sobre la  muerte de Noam Chomsky. Unas horas más tarde, esta información fue desmentida y se  confirmaba  un parte alentador sobre su estado de salud. Chomsky, uno de los grandes pensadores de nuestra época, es ampliamente conocido por sus textos y opiniones sobre política, que han alcanzado gran difusión y popularidad. Sin embargo, son sus aportes en el campo de la lingüística generativa los que le han permitido consolidarse como un referente en el ámbito científico.

A las teorías generativas de Chomsky se les atribuye la deserción temprana de cientos de aspirantes a lingüistas que, abrumados ante la complejidad de los árboles sintácticos y las reglas de derivación, dimiten  para enlistarse, generalmente, en filas más amables como la filosofía, la literatura o la antropología.

Confieso que la lingüística generativa me supera; sin embargo, debido a que mi trabajo se relaciona  con la IA y, en particular, con el procesamiento de lenguaje natural (NLP), sé  que resulta  inevitable el encuentro con el pensamiento chomskiano.

Una de las ideas del lingüista Noam Chomsky que pervive en el desarrollo del procesamiento del lenguaje natural es la diferencia entre  lenguajes formales y  lenguajes naturales. Según esta distinción, las máquinas, los autómatas y los algoritmos se limitan a reconocer reglas formales a partir de distintos tipos de gramáticas (sin restricciones, sensibles al contexto, dependientes del contexto o gramáticas regulares), mientras que los humanos poseen gramáticas capaces de generar lenguaje. Por tanto, para comunicarse, las máquinas reconocen y derivan reglas, mientras que los humanos contamos con un sistema capaz de generar lenguaje.

Las ideas de Chomsky se han ido corroborando con el paso del tiempo. La IA funciona gracias a lenguajes formales que reconocen secuencias y etiquetas morfosintácticas, y lo hace gracias al cálculo de probabilidades condicionadas.

La interacción con las llamadas “IA generativas» (no es difícil imaginar el descontento de Chomsky ante el oxímoron) ha producido un efecto ilusorio que nos hace pensar que estamos interactuando con un sistema de comunicación recíproco, con el que podemos mantener una conversación. ¿Acaso no han estado tentados a darle las gracias a ChatGPT, saludarlo o despedirse? Este efecto ilusorio, que nos hace creer que estamos frente a un agente capaz de generar lenguaje, tal  como lo hacemos los humanos, es uno de los mayores artificios de esta época. Bravo por la IA.

Ahora bien, si en la teoría y en la práctica está clara la división entre los lenguajes formales y los lenguajes naturales ¿por qué cedemos tan fácilmente a la ilusión creada por  un programa  que utiliza nuestras mismas reglas de lenguaje?  ¿por qué parece que “conversamos” con la IA?

Una de las razones a las que se puede atribuir esta fácil confusión es que existen humanos que desde hace tiempo se comunican como máquinas. La escritura es uno de los canales de comunicación en los que se puede rastrear con mayor facilidad un estilo autómata, es decir, falto de expresión, redundante y ceñido a unas cuantas reglas.

En 1950, Alan Turing publicó en la revista Mind el artículo «Computing Machinery and Intelligence», en el que propuso un experimento que años más tarde conoceríamos como el test de Turing. En este experimento, se solicita a un interrogador que haga preguntas a dos sujetos ubicados en habitaciones separadas: uno es un humano y el otro es una máquina. El interrogador debe determinar, basándose únicamente en las respuestas textuales proporcionadas, cuál de los dos es el humano y cuál es la máquina. Turing sugirió que, si el interrogador no puede distinguir consistentemente entre el humano y la máquina, entonces se podía considerar que la máquina había alcanzado un nivel de inteligencia comparable al humano.

Tal y como están las cosas, la prueba de Turing ya no es suficiente para distinguir entre humanos y máquinas. Sin embargo, el ejercicio sigue siendo interesante. Podríamos considerar una prueba alternativa para identificar a aquellos que, simulando ser humanos, se acercan más a comportamientos autómatas, es decir humanos que utilizan lenguajes poco expresivos, empobrecidos, redundantes o limitados a unas pocas reglas.

La escritura podría revelar características propias de autómatas, como el abuso de clichés, la repetición de temas sin aportar nada nuevo y respuestas generadas mecánicamente, respuestas sin sorpresa, ocurrencia o lucidez. Estos patrones sugieren una comunicación vacía que podría indicar la renuncia deliberada al uso del lenguaje natural.

No escribimos como máquinas debido a nuestra interacción con la IA; más bien, son las IA las que nos imitan, reflejando de alguna manera nuestro propio lenguaje. Aunque la distinción de Chomsky entre gramáticas formales y generativas sigue siendo relevante, es posible que hayamos sobrevalorado nuestras habilidades lingüísticas como especie durante mucho tiempo. Afortunadamente, existen excepciones como Eco, Steiner o Chomsky, quienes con sus libros  demuestran que  los humanos pueden distinguirse de las máquinas al momento de escribir.

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